*La credulidad de los hombres sobrepasa lo imaginable. Su
deseo de no ver la realidad, sus ansias de un espectáculo alegre, aún cuando
provenga de la más absoluta de las ficciones, y su voluntad de ceguera no tienen
límites. Son preferibles las fábulas, las ficciones, los mitos, los cuentos
para niños, a afrontar el desvelamiento de la crueldad de lo real que obliga a
soportar la evidencia de la tragedia del mundo. Para conjurar la muerte, el
homo sapiens la deja de lado. A fin de evitar resolver el problema, lo suprime.
Tener que morir sólo concierne a los mortales: el creyente, ingenuo y necio,
sabe que es inmortal, que sobrevivirá a la hecatombe universal.
*¿En nombre de qué, de quién, podemos asumir el deber de
amar al prójimo si es abominable? ¿Qué se puede alegar para convencer a la
víctima de amar a su verdugo? ¿Que es una criatura de Dios, como yo, y las vías
del Señor que lo conducen a hacer el mal son inescrutables? Eso vale para los
que se consagran a las pamplinas cristianas, pero, ¿y para los demás, los que
viven inmunes a esas fábulas? ¿Qué extraña perversión podría, pues, conducir a
este mandato inaudito: amar al autor del suplicio que nos destruye? Auschwitz muestra los límites de esta ética: interesante en
el papel, pero inútil para la vida.
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