Cuando las posibilidades de elección son tan amplias que
resultan nocivas para la utilidad común los hombres no disfrutan de la
libertad.
En cuanto a la libertad de pensamiento, es cierto que sin
ella no hay pensamiento. Pero aún es más cierto que cuando el pensamiento no
existe tampoco es libre. En los últimos años ha habido mucha libertad de
pensamiento, pero no pensamiento. Algo así como el niño que, no teniendo
comida, pide sal para sazonarla.
El cuerpo humano no puede, en ningún caso, dejar de depender
del poderoso universo del que forma parte; incluso cuando el hombre dejase de
estar sometido a las cosas y a los otros hombres por las necesidades y los
peligros, estaría aún más abandonado a ellos por las emociones que siempre le
conmoverían y de las que ninguna actividad regulada le defendería ya. Si se
debiese entender por libertad la mera ausencia de toda necesidad, esta palabra
estaría vacía de toda significación concreta; par a nosotros no representaría
entonces aquello cuya privación deja a la vida sin valor.
Se puede entender por libertad algo distinto a la
posibilidad de obtener sin esfuerzo lo que agrada. Existe una concepción muy
diferente de la libertad, una concepción heroica, que es la de la sabiduría
común. La libertad verdadera no se define por una relación entre el deseo y la
satisfacción, sino por una relación entre el pensamiento y la acción; sería
completamente libre el hombre cuyas acciones procediesen, todas, de un juicio
previo respecto al fin que se propone y al encadenamiento de los medios
adecuados para conducir a este fin. Poco importa que las acciones en sí mismas
sean fáciles o dolorosas, y poco importa, incluso, que estén coronadas por el
éxito; el dolor y el fracaso pueden hacer al hombre desdichado, pero no pueden
humillarlo mucho tiempo cuando es él mismo quien dispone de su propia facultad
de actuar. Disponer de las propias acciones no significa en absoluto actuar
arbitrariamente: las acciones arbitrarias no proceden de ningún juicio y no
pueden, propiamente hablando, llamarse libres. Todo juicio se refiere a una
situación objetiva y, por consiguiente a un tejido de necesidades. En ningún
caso el hombre vivo puede dejar de estar acorralado, por todas partes, por una
necesidad absolutamente inflexible; pero como piensa, puede optar entre ceder
ciegamente al aguijón por el que aquella lo empuja desde el exterior, o bien
conformarse a la representación interior que él se forja; en esto consiste la
oposición entre servidumbre y libertad. Los dos términos de esta oposición no
son, por lo demás, sino los límites ideales entre los que se mueve la vida
humana sin llegar a alcanzar jamás ninguno,
a no ser que deje ya de ser vida. Un hombre sería completamente esclavo
si todos sus gestos procediesen de una fuente distinta a su pensamiento, bien
las reacciones irracionales del cuerpo, bien el pensamiento de otro; el hombre
primitivo hambriento, cuyos saltos están todos provocados por los espasmos que
retuercen sus entrañas; el esclavo
romano siempre a las órdenes de una vigilante armado con un látigo, y el obrero
moderno que trabaja en cadena, se acercan a esta miserable condición.
De la libertad completa puede encontrarse un modelo
abstracto en un problema de aritmética o de geometría bien resuelto, porque, en
un problema, todo los elementos de la solución están dados y el hombre solo
puede esperar ayuda de su propio juicio, el único capaz de establecer entre
estos elementos la relación que, por sí misma, constituye la solución buscada.
Los esfuerzos y los triunfos de la matemática no sobrepasan el marco de la hoja
de papel, reino de los signos y los dibujos; una vida enteramente libre sería
aquella en la que todas las dificultades reales se presentarían a modo de
problemas, en la que todos los triunfos serían dados, es decir, serían
conocidos y manejables como los signos del matemático; para obtener el
resultado querido sería suficiente relacionar estos elementos gracias a la
dirección metódica que el pensamiento imprimiría no ya a los simples trazos de
la pluma, sino a movimientos efectivos que dejarían su marca en el mundo; mejor
dicho, la realización de una labor cualquiera consistiría en una combinación de
esfuerzos tan consciente y tan metódica como puede serlo la combinación de
cifras por las que se opera la solución de un problema cuando procede de la
reflexión. El hombre tendría entonces constantemente su propia suerte en las
manos; forjaría en cada momento las condiciones de su propia existencia por un
acto del pensamiento.
El simple deseo, verdaderamente, no le conduciría a nada; no
recibiría nada gratuitamente; incluso las posibilidades de que su esfuerzo
fuese eficaz serían para él muy limitadas. Pero el hecho mismo de no poder
obtener nada sin haber puesto en acción, para conquistarlo, todas las fuerzas
del pensamiento y del cuerpo permitiría al hombre liberarse para siempre del
dominio de las pasiones. Solo una visión clara de lo posible y lo imposible, de
lo fácil y lo difícil, de las dificultades que separan el proyecto de la
realización, borra los deseos insaciables y los vanos temores; de ahí y no de
otra parte proceden la templanza y el valor, virtudes sin las que la vida es
solo un vergonzoso delirio. Además, todo tipo de virtud tiene su fuente en el
impacto del pensamiento humano contra una materia sin indulgencia, pero sin
perfidia. No se puede concebir nada mayor para el hombre que un destino que lo
ponga directamente en lucha con la necesidad desnuda, teniendo que esperarlo
todo de sí mismo, de forma que su vida sea una perpetua autocreación. El hombre
es un ser limitado al que no le es dado ser, como el Dios de los teólogos,
autor directo de su propia existencia; pero el hombre poseería el equivalente
humano de este poder divino si las condiciones materiales que le permiten
existir fueran exclusivamente obra de su pensamiento cuando dirige el esfuerzo
de sus músculos. Esta es la verdadera libertad.
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