Entonces se dijeron: Nademos.
Después de todo, el río no es tan ancho. Y se zambulleron y nadaron.
Uno de los hombres, el que sabía nadar,
de pronto, en el medio de la corriente, comenzó a perderse y a ser arrastrado
por las impetuosas aguas; mientras, el otro, que nunca antes había nadado,
cruzó el río en línea recta y se detuvo sobre un banco de arena. Entonces,
viendo a su compañero luchando aún con la corriente, se arrojó otra vez al agua
y lo trajo a salvo hasta la orilla.
Y el hombre que había sido
arrastrado por la corriente dijo:
-¿No
habías dicho que no sabías nadar? ¿Cómo es que cruzaste el río con tanta
seguridad?
-Amigo
-explicó el segundo hombre-, ¿Ves este cinturón que me ciñe? Está lleno de
monedas de oro que gané para mi esposa y mis hijos, todo un año de trabajo. Es
el peso de este cinturón el que me condujo a través del río, hacia mi esposa y
mis hijos. Y mi esposa y mis hijos estaban sobre mis hombros mientras yo
nadaba.
Y los dos hombres continuaron su
camino juntos hacia Salamis.
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