La merma de coraje puede
ser la característica más sobresaliente que un observador imparcial nota en
Occidente en nuestros días. El mundo Occidental ha perdido en su vida civil el
coraje, tanto global como individualmente, en cada país, en cada gobierno, cada
partido político y por supuesto en las Naciones Unidas. Tal descenso de la
valentía se nota particularmente en las élites gobernantes e intelectuales y
causa una impresión de cobardía en toda la sociedad. Desde luego, existen
muchos individuos valientes pero no tienen suficiente influencia en la vida
pública. Burócratas, políticos e intelectuales muestran esta depresión, esta
pasividad y esta perplejidad en sus acciones, en sus declaraciones y más aún en
sus autojustificaciones tendientes a demostrar cuán realista, razonable,
inteligente y hasta moralmente justificable resulta fundamentar políticas de
Estado sobre la debilidad y la cobardía. Y este declive de la valentía es
acentuado irónicamente por las explosiones ocasionales de cólera e
inflexibilidad de parte de los mismos funcionarios cuando tienen que tratar con
gobiernos débiles, con países que carecen de respaldo, o con corrientes
desacreditadas, claramente incapaces de ofrecer resistencia alguna. Pero quedan
mudos y paralizados cuando tienen que vérselas con gobiernos poderosos y
fuerzas amenazadoras, con agresores y con terroristas internacionales.
¿Habrá que señalar que,
desde la más remota antigüedad, la pérdida de coraje ha sido considerada
siempre como el principio del fin?
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