La letra “ñ” es la aportación española al alfabeto latino.
La frecuencia relativa de la eñe entre los fonemas españoles alcanza el 0,36%, que no es, desde luego, el 13% de la “a”, nuestro sonido más frecuente, pero que no varía mucho de la de algunas otras consonantes. Dicho así, con ceros y decimales, puede parecer una trivialidad, pero eso representa una “ñ” cada cuatro líneas de escritura, por término medio.
Gabriel García Márquez la consideraba el “salto cultural” de una lengua romance que dejó atrás a las otras, al representar con una sola letra un sonido para el que las demás requieren dos. Y así es. La nasal palatal no existía en latín, pero la evolución de grupos tales como “gn”, “nn” o “ni” dio lugar a ella, y durante la Edad Media alternaron y se confundieron, en el ámbito románico, todas esas grafías e incluso otras, como “in, yn, ny, nj, ng, nig, ign” y hasta una simple “n”. Finalmente, italiano y francés se quedaron con “gn”, el catalán prefirió “ny” y el portugués eligió la “nh” que había arbitrado el provenzal. El castellano se decidió pronto por la grafía “nn”, que se abreviaba por medio de una “n” con una raya encima, y así se confirmó en la ortografía alfonsí. Luego la raya se onduló en tilde y para Nebrija (1441-1522), pese a tener pleno conocimiento de su origen como abreviación de la doble ene, era ya una letra tan independiente y propia que afirmaba: “hazemos le injuria en no la poner en orden con las otras letras del a b c”. Una letra emblemática, pues, en el alfabeto español.
Tenemos un himno nacional sin letra y una bandera que a veces se sustituye, se relega o se pone en entredicho. A lo mejor va a ser la “ñ” nuestra única insignia y tendremos que alzarla al estandarte, como un significativo e irrenunciable blasón.
Del libro “Historia de las Letras” de Gregorio Salvador y Juan R. Lodares.
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