El hombre no puede vivir plenamente si no hay algo capaz de llenar su espíritu hasta el punto de desear morir por ello. ¿Quién no descubre dentro de sí la evidencia de esta paradoja? Lo que no nos incita a morir no nos excita a vivir. Ambos resultados, en apariencia contradictorios, son, en verdad, los dos haces de un mismo espíritu. Sólo nos empuja irresistiblemente hacia la vida lo que por entero inunda nuestra cuenca interior. Renunciar a ello sería para nosotros mayor muerte que con ello fenecer...
La muerte regocijada es el síntoma de toda cultura vivaz y completa, donde las ideas tienen eficacia para arrebatar los corazones. Mas hoy estamos rodeados de ideales exangües y como lejanos, faltos de adherencia sobre nuestra individualidad.
Las verdades son verdades de cátedra, gaceta y protocolo, que tienen sólo vigencia oficial, mientras nuestros días y nuestras horas y nuestros minutos marchan por otra vía cargados de deseos, de esperanzas, de ocupaciones sobre las cuales no ha recaído consagración.
Padecemos una absurda incongruencia entre nuestra sincera intimidad y nuestros ideales. Lo que se nos ha enseñado a estimar más no nos interesa suficientemente y se nos ha enseñado a despreciar lo que nos interesa más fuertemente.
Un ejemplo: se nos ha enseñado a anteponer lo social a lo individual; pero en el fondo nos interesa más lo individual que lo social.
La hipocresía de nuestro régimen moral consiste, pues, en un error de perspectiva. Hemos dotado de colosales proporciones a aquellas cosas que están más lejos de nuestros nervios, y consideramos nimias, nulas y aun vergonzosas las que, queramos o no, influyen con mayor vigor en nuestro ánimo.
Así el bien de la humanidad se nos presenta con el tamaño de un dios enorme, de un Molock giganteo a quien todo debe sacrificarse. Y, en cambio, al bien individual sólo concedemos unos derechos tasadísimos, casi subrepticios. Nos da vergüenza hacer su afirmación y, sin embargo, él absorbe la mayor porción de nuestra energía.
Una cultura que no resuelve este estado de permanente incongruencia tiene que ser radicalmente hipócrita.
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