-¿Por
qué llora usted? -le dijeron-. ¿Tiene usted frío?
-No,
señor.
-¿Tiene
usted hambre?
-No,
señor.
-¿Está
usted enfermo?
-No,
señor.
-Pues,
¿qué le pasa a usted, entonces?
-¿Qué
me ha de pa... pasar? ¡Que me ha “pe... gao”... mi pa... padre!
-¡Pero,
hombre! ¿Y tiene usted padre todavía?
-Sí,
señor.
-¿Y por
qué le ha pegado a usted?
-Por “ná”.
Po... porque ha querido.
-¿Y
dónde está su padre de usted?
-Allá
adentro.
-¿Se
puede entrar a verle?
-Sí,
señor; pa... pasen ustedes.
Pues, señor, entran en una galería
de aquella cueva y llegan a una salita, donde estaba el padre del llorón. Tenía
toda la cara del mismo color de la tierra; ya no tenía dientes, colmillos ni
muelas en su boca; la barbilla se le juntaba con la nariz; en fin, que solo
viéndolo no se podía creer que hubiera en el mundo un viejecito tan viejecito
como el viejecito que estaban viendo.
Le saludaron y le dijeron que su
hijo estaba llorando a lágrima viva a la entrada de la cueva.
-¡Está
ahí por malo!...-exclamó
-Pero,
hombre de Dios, ¿qué malo ha de ser a su edad, si ya habrá cumplido los cien?
-Hace
años que los cumplió, ya; pero se porta muy mal y eso se lo he de quitar yo a
garrotazos.
-Pero,¿tan
malo es? ¿se puede saber lo que ha hecho?
-¡Perderle
el respeto a su abuelo!
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