-Este
es un lugar muy pobre, lejos de todo. ¿Cómo sobreviven?
-¿Usted
ve aquella vaca? De ella sacamos todo nuestro sustento, dijo el jefe de la
familia. Ella nos da leche, que tomamos y también transformamos en queso y
cuajo. Cuando sobra, vamos a la ciudad y cambiamos la leche y el queso por
otros alimentos. Es así que vivimos.
El sabio agradeció la hospitalidad
y partió. Ni bien hizo la primera curva en el camino dijo al discípulo:
-Vuelve,
agarra a la vaquita, llévala al precipicio de allí adelante y tírala abajo.
El discípulo no lo creyó.
-¡No
puedo hacer eso, maestro! ¿Cómo puede ser tan ingrato? La vaquita es todo lo
que ellos tienen. Si la tiro al precipicio, no tendrán con qué sobrevivir. ¡Sin
la vaca, se mueren!.
El sabio, apenas respiró hondo y
repitió la orden:
-Ve y
empuja a la vaca al precipicio.
Indignado, pero, resignado, el
discípulo volvió a la cabaña y, suavemente, condujo al animal hasta el borde
del abismo y lo empujó. La vaca, como era previsto, se estrelló allí abajo.
Pasaron algunos años y durante ese
tiempo el remordimiento nunca abandonó al alumno. En un cierto día de
primavera, carcomido por la culpa, abandonó al sabio y decidió volver a aquel
lugar. Quería ver qué era lo que había sucedido con aquella familia, ayudarla,
pedirle disculpas, reparar su error de alguna manera. Al doblar por el camino,
no creyó lo que sus ojos vieron. En el sitio que antaño ocupara la cabaña
desierta había ahora un lugar maravilloso, con muchos árboles, piscina, un
coche importado en el garaje, una antena parabólica... Cerca de la parrilla,
había tres adolescentes robustos, celebrando con su padre el primer millón
ganado. El corazón del discípulo se congeló. ¿Qué le había sucedido a esa
familia? Seguro que, vencidos por el hambre, fueron obligados a vender el
terreno e ir a otro lado. En ese momento, pensó el aprendiz, deben estar
mendigando en alguna ciudad. Se acercó, entonces, al casero y le preguntó si
sabía el paradero de la familia que había vivido allí hacía algunos años.
-Claro
que lo sé. Usted la está viendo, apuntando a las personas alrededor de la
parrilla.
Incrédulo, el discípulo pasó el
portón, dio algunos pasos y, llegando cerca de la piscina, reconoció al mismo
hombre de antes, solo que más fuerte y altivo, la mujer más feliz, los chicos,
que se habían convertido en saludables adolescentes. Espantado, se dirigió al
hombre y le dijo:
-Pero
¿Qué sucedió? Yo estuve aquí con mi maestro hace un año y este era un lugar
miserable, no había nada. ¿Qué hizo para mejorar tanto su vida en tan poco
tiempo?.
El hombre miró al discípulo,
sonrió y respondió:
-Teníamos
una vaquita, de la que sacábamos nuestro sustento. Era todo lo que teníamos.
Pero, un día, se cayó en el precipicio y murió. Para sobrevivir, tuvimos que
hacer otras cosas, desarrollar habilidades que ni sabíamos que teníamos. De
esta forma comenzamos a prosperar y nuestra vida cambió.
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