Esta historia
comienza cuando Nasrudin llega a un pequeño pueblo en algún lugar lejano de
Medio Oriente.
Era la
primera vez que estaba en ese pueblo y una multitud se había reunido en un
auditorio para escucharlo. Nasrudin, que en verdad no sabia que decir, porque
él sabía que nada sabía, se propuso improvisar algo y así intentar salir del
atolladero en el que se encontraba.
Entró muy
seguro y se paró frente a la gente. Abrió las manos y dijo:
-Supongo que si ustedes están aquí, ya sabrán que es lo
que yo tengo para decirles.
La gente
dijo:
-No... ¿Qué es lo que tienes para decirnos? No lo sabemos
¡Háblanos! ¡Queremos escucharte!
Nasrudin
contestó:
-Si ustedes vinieron hasta aquí sin saber que es lo que
yo vengo a decirles, entonces no están preparados para escucharlo.
Dicho esto,
se levantó y se fue.
La gente se
quedó sorprendida. Todos habían venido esa mañana para escucharlo y el hombre
se iba simplemente diciéndoles eso. Habría sido un fracaso total si no fuera
porque uno de los presentes -nunca falta uno- mientras Nasrudin se alejaba,
dijo en voz alta:
-¡Qué inteligente!
Y como
siempre sucede, cuando uno no entiende nada y otro dice "¡qué
inteligente!", para no sentirse un idiota uno repite: "¡si, claro,
qué inteligente!". Y entonces, todos empezaron a repetir:
-Qué inteligente.
-Qué inteligente.
Hasta que uno
añadió:
-Si, qué inteligente, pero... qué breve.
Y otro
agrego:
-Tiene la brevedad y la síntesis de los sabios. Porque
tiene razón. ¿Cómo nosotros vamos a venir acá sin siquiera saber qué venimos a
escuchar? Qué estúpidos que hemos sido. Hemos perdido una oportunidad
maravillosa. Qué iluminación, qué sabiduría. Vamos a pedirle a este hombre que dé
una segunda conferencia.
Entonces
fueron a ver a Nasrudin. La gente había quedado tan asombrada con lo que había
pasado en la primera reunión, que algunos habían empezado a decir que el
conocimiento de Él era demasiado para reunirlo en una sola conferencia.
Nasrudin
dijo:
-No, es justo al revés, están equivocados. Mi
conocimiento apenas alcanza para una conferencia. Jamás podría dar dos.
La gente
dijo:
-¡Qué humilde!
Y cuanto más
Nasrudin insistía en que no tenia nada para decir, con mayor razón la gente
insistía en que querían escucharlo una vez más. Finalmente, después de mucho
empeño, Nasrudin accedió a dar una segunda conferencia.
Al día
siguiente, el supuesto iluminado regresó al lugar de reunión, donde había más
gente aún, pues todos sabían del éxito de la conferencia anterior. Nasrudin se
paró frente al público e insistió con su técnica:
-Supongo que ustedes ya sabrán que he venido a decirles.
La gente
estaba avisada para cuidarse de no ofender al maestro con la infantil respuesta
de la anterior conferencia; así que todos dijeron:
-Si, claro, por supuesto lo sabemos. Por eso hemos
venido.
Nasrudin bajó
la cabeza y entonces añadió:
-Bueno, si todos ya saben qué es lo que vengo a decirles,
yo no veo la necesidad de repetir.
Se levantó y
se volvió a ir.
La gente se
quedó estupefacta; porque aunque ahora habían dicho otra cosa, el resultado
había sido exactamente el mismo. Hasta que alguien, otro alguien, gritó:
-¡Brillante!
Y cuando
todos oyeron que alguien había dicho "¡brillante!", el resto comenzó
a decir:
-¡Si, claro, este es el complemento de la sabiduría de la
conferencia de ayer!
-Qué maravilloso
-Qué espectacular
-Qué sensacional, qué bárbaro
Hasta que
alguien dijo:
-Si, pero... mucha brevedad.
-Es cierto- se quejó otro
-Capacidad de síntesis- justificó un tercero.
Y en seguida
se oyó:
-Queremos más, queremos escucharlo más. ¡Queremos que
este hombre nos de más de su sabiduría!
Entonces, una
delegación de los notables fue a ver a Nasrudin para pedirle que diera una
tercera y definitiva conferencia. Nasrudin dijo que no, que de ninguna manera;
que él no tenia conocimientos para dar tres conferencias y que, además, ya
tenia que regresar a su ciudad de origen.
La gente le
imploró, le suplicó, le pidió una y otra vez; por sus ancestros, por su
progenie, por todos los santos, por lo que fuera. Aquella persistencia lo
persuadió y, finalmente, Nasrudin aceptó temblando dar la tercera y definitiva
conferencia.
Por tercera
vez se paró frente al publico, que ya eran multitudes, y les dijo:
-Supongo que ustedes ya sabrán de qué les voy a hablar.
Esta vez, la
gente se había puesto de acuerdo: sólo el intendente del poblado contestaría.
El hombre de primera fila dijo:
-Algunos si y otros no.
En ese
momento, un largo silencio estremeció al auditorio. Todos, incluso los jóvenes,
siguieron a Nasrudin con la mirada.
Entonces el
maestro respondió:
-En ese caso, los que saben... cuéntenles a los que no
saben.
Se levantó y
se fue.
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