El instante de despertar es el más fatal para los
infortunados. La calma de la ideas, el olvido momentáneo de los males, en ese
momento, desaparece, y todo nos hace ver la desgracia con más fuerza, y todo
nos hace entonces nuestra carga más insoportable.
Un violento acceso de dolor viene a asaltar nuestro ánimo en
ese cruel momento de despertar. No puedes soportar la horrible idea de verte
sumergido en la indigencia, el estupor ante esta pesadilla interminable, y el
hundimiento de tu vida.
Desterrados, cautivos de la miseria y del alcohol, asistimos
indefensos y dolientes frente al horrible espectáculo que nos ofrece la
crueldad y el odio, y una desgarradora indiferencia y desprecio.
Siempre en perpetua angustia y desconsuelo, la inquietud y
el desorden, desbaratados y perdidos, ciegos los ojos y el espíritu a los
sangrientos soles que se mueren y qué jamás ya renacerán.
Todos los días iguales, los terrores y las fatigas, todo el
orgullo pisoteado, la imprevisión y desperdicio de nuestras vidas con un agrio
y áspero sabor pegado al paladar.
Y con todo ello una tristeza, un vacío, una impresión de
fracaso, actividad estéril, bancarrota moral, corrompida el alma y el corazón
desierto. La lejanía de la juventud y la vida en fuga, con ese horizonte que se
pierde, según nos vamos desarraigando del mundo.
Los recuerdos tristes, las antiguas lágrimas que son lo más
puro, noble y precioso que nos queda del tiempo que pasó, reliquias de nuestra
pasada felicidad, ecos de nuestros antiguos sollozos.
Muertos todavía en pie, en nuestra peregrinación por las
calle sin rumbo, vivimos obsesionados por los recuerdos antiguos. Con la
sensación aguda y dolorosa del tiempo que huye para no volver. Fantasmas de otro
mundo, de ese mundo del ayer, tan vivo, tan cercano, tan presente y sin embargo
tan remoto y perdido para siempre, perpetuado solamente con nuestras
lamentaciones por nuestras vidas crucificadas y rotas.
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