Para nadie es un secreto que a los seres humanos –individual
y colectivamente– nos encanta sentirnos especiales. Para las civilizaciones
antiguas, era evidente que nuestro planeta tenía que ser el centro del
universo, y nuestro cuerpo la obra maestra de un diseñador supernatural. Ni
hablar de que pudiese haber otros mundos, girando alrededor de otros soles; y
mucho menos otros seres que pudieran sentir y pensar más allá de nuestro cielo.
El universo era un lugar pequeño y cerrado, y no sería sino
hasta la llegada de Copérnico y Galileo que la especie humana comenzaría a
darse cuenta de lo insignificante y frágil que es realmente nuestro hogar en el
espacio.
Así lo revela maravillosamente la ciencia moderna: cada
estrella es una historia brillando en el firmamento, y no sería de extrañarse
que muchas otras civilizaciones hagan su hogar en mundos que jamás
alcanzaremos. Aunque nos cueste aceptarlo, no gozamos de un lugar privilegiado
en el gran escenario del cosmos, ni estamos hechos de materiales mágicos que
escapen a la comprensión.
El conocimiento nos dirige a ser humildes, pero algo en
nosotros se niega a serlo por completo. La vida es increíblemente compleja; la
consciencia abismalmente preciada. Ante el silencio absoluto que reina en el
universo, se hace fácil desconfiar a veces del *Principio de Mediocridad.
*Principio de Mediocridad:
En astronomía, el principio afirma que no existe nada
intrínsecamente especial acerca de la Tierra, y por ende, tampoco de
la raza humana. En consecuencia, el principio de mediocridad predice que
la vida extraterrestre debe ser relativamente común en
el universo, porque las condiciones que han originado la aparición de la
vida y de la inteligencia en nuestro planeta deben darse también en un gran
número de otros planetas.
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