Un hombre quiere colgar un
cuadro. El clavo ya lo tiene, pero le falta un martillo. El vecino tiene uno.
Así pues, nuestro hombre decide pedir al vecino que le preste el martillo. Pero
le asalta una duda: “¿Y si no quiere prestármelo? Ahora recuerdo que ayer me
saludó algo distraído. Quizás tenía prisa. Pero quizá la prisa no era más que
un pretexto y el hombre abriga algún resentimiento contra mí. ¿Qué puede ser?
Yo no le he hecho nada; algo se le habrá metido en la cabeza. Si alguien me
pidiese prestada alguna herramienta, yo se la dejaría enseguida. ¿Por qué no ha
de hacerlo él también? ¿Cómo puede uno negarse a hacer un favor tan sencillo a
otro? Tipos como éste le amargan a uno la vida. Y luego todavía imagina que
dependo de él. Sólo porque tiene un martillo. Esto ya es el colmo”.
Así, nuestro hombre sale
precipitado a casa del vecino, toca el timbre, se abre la puerta y, antes de
que el vecino tenga tiempo de decir ”buenos días”, nuestro hombre le grita furioso:
”¡Quédese
con su martillo, so penco!”
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