sábado, 8 de julio de 2017

El arte de amargarse la vida - Paul Watzlawick

Un hombre quiere colgar un cuadro. El clavo ya lo tiene, pero le falta un martillo. El vecino tiene uno. Así pues, nuestro hombre decide pedir al vecino que le preste el martillo. Pero le asalta una duda: “¿Y si no quiere prestármelo? Ahora recuerdo que ayer me saludó algo distraído. Quizás tenía prisa. Pero quizá la prisa no era más que un pretexto y el hombre abriga algún resentimiento contra mí. ¿Qué puede ser? Yo no le he hecho nada; algo se le habrá metido en la cabeza. Si alguien me pidiese prestada alguna herramienta, yo se la dejaría enseguida. ¿Por qué no ha de hacerlo él también? ¿Cómo puede uno negarse a hacer un favor tan sencillo a otro? Tipos como éste le amargan a uno la vida. Y luego todavía imagina que dependo de él. Sólo porque tiene un martillo. Esto ya es el colmo”.
Así, nuestro hombre sale precipitado a casa del vecino, toca el timbre, se abre la puerta y, antes de que el vecino tenga tiempo de decir ”buenos días”, nuestro hombre le grita furioso:
        ”¡Quédese con su martillo, so penco!”

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