Había en un pueblo un molinero que medía el trigo que
compraba con una medida que cabía un celemín, pero que era un poco mayor de la
medida justa, y con eso les robaba un poco de trigo a los vendedores en cada
medida.
Y tenía en su casa dos graneros grandes llenos completamente
de trigo. Llegó el tiempo de la Pascua y se fue a confesar. Hizo un buen examen
de conciencia y vio que no tenía que acusarse más que de estar midiendo el
trigo con un celemín un poquito grande.
Y cuando llegó en su confesión al punto en que le preguntó
el señor cura:
-¿Has hurtado alguna vez?
Dijo el molinero.
-Yo, nunca. Lo único que hago es
que tengo un celemín un poco grande y como compro trigo, pues en cada medida me
queda un poco de ventaja.
-Pues eso es hurtar. Y como todo
lo que es hurto hay que restituirlo, y no vas a saber ni cuánto ni a quién se
lo has de devolver, te vas a hacer otro celemín que le falte para la medida
justa tanto como le sobraba al grande, y con eso vendrás a restituir todo lo
que has hurtado.
El molinero prometió hacerlo así, le absolvió el señor cura,
y al día siguiente ya se había hecho un celemín más pequeño.
Conque le llevó trigo un vendedor, se lo midió con el
celemín nuevo y se lo tuvo que pagar un poco más caro, porque había subido el
precio del trigo.
Vino otro vendedor, también se lo midió con el celemín nuevo
y se lo tuvo que pagar más caro, porque había subido otro poco más.
Y al año siguiente, cuando se volvió a confesar, le dijo el
señor cura:
-¿Te hiciste el celemín más
pequeño?
-Sí, señor, al otro día de
confesarme hice un celemín más pequeño.
-¿Y lo has empleado todo el año?
-Sí, señor, pero lo que pasa es
que después de comprar el trigo a dos que me lo vinieron a vender, como el
trigo estaba cada día más caro, pensé que me convenía vender todo el trigo, y
lo he vendido todo con el celemín pequeño.
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