—Creo
—dije apuntando con el dedo la cima de la montaña.
—No te
creo —retrucó mi amigo, en la inteligencia de que soy un ateo irreductible—.
Siempre me has dicho que no creías en nada.
—No entendiste.
Creo de crear, no creo de creer. Insisto: mediante este simple gesto creo un
lugar de energía en la cima de la montaña. Es como un faro que orientará a los
invasores del espacio exterior para que localicen con facilidad el lugar de
aterrizaje.
—Ah, eso.
Y la creencia en seres extraterrestres, ¿no es una especie de fe? Me parece que
te estás contradiciendo.
—No,
tonto; no creo en seres extraterrestres —dije extrayendo la pistola
desintegradora que no usaba desde hacía años—. Los extraterrestres no son un
tema de creencia.
Por fin podría dejar de usar el ridículo disfraz destinado a encubrir mis actividades en el planeta Tierra. Sin embargo, no llegué a disparar. Mi amigo murió de un ataque cardíaco al ver mi verdadero aspecto.
Por fin podría dejar de usar el ridículo disfraz destinado a encubrir mis actividades en el planeta Tierra. Sin embargo, no llegué a disparar. Mi amigo murió de un ataque cardíaco al ver mi verdadero aspecto.
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