Bienvenido. Y felicidades. Estoy encantado de que pudieses
conseguirlo. Llegar hasta aquí no fue fácil. Lo sé. Y hasta sospecho que fue
algo más difícil de lo que tú crees. En primer lugar, para que estés ahora
aquí, tuvieron que agruparse de algún modo, de una forma compleja y
extrañamente servicial, trillones de átomos errantes. Es una disposición tan
especializada y tan particular que nunca se ha intentado antes y que sólo existirá
esta vez. Durante los próximos muchos años –tenemos esa esperanza–, estas
pequeñas partículas participarán sin queja en todos los miles de millones de
habilidosas tareas cooperativas necesarias para mantenerte intacto y permitir
que experimentes ese estado tan agradable, pero tan a menudo infravalorado, que
se llama existencia.
Por qué se tomaron esta molestia los átomos es todo un
enigma. Ser tú no es una experiencia gratificante a nivel atómico. Pese a toda
su devota atención, tus átomos no se preocupan en realidad por ti, de hecho ni
siquiera saben que estás ahí. Ni siquiera saben que ellos están ahí. Son,
después de todo, partículas ciegas, que además no están vivas. (Resulta un
tanto fascinante pensar que si tú mismo te fueses deshaciendo con unas pinzas,
átomo por átomo, lo que producirías sería un montón de fino polvo atómico, nada
del cual habría estado nunca vivo pero todo él habría sido en otro tiempo tú.)
Sin embargo, por la razón que sea, durante el período de tu experiencia, tus
átomos responderán a un único impulso riguroso: que tú sigas siendo tú.
La mala noticia es que los átomos son inconstantes y su
tiempo de devota dedicación es fugaz, muy fugaz. Incluso una vida humana larga
sólo suma unas 650.000 horas y, cuando se avista ese modesto límite, o en algún
otro punto próximo, por razones desconocidas, tus átomos te dan por terminado.
Entonces se dispersan silenciosamente y se van a ser otras cosas. Y se acabó
todo para ti.
De todos modos, debes alegrarte de que suceda. Hablando en
términos generales, no es así en el universo, por lo que sabemos. Se trata de
algo decididamente raro porque, los átomos que tan generosa y amablemente se
agrupan para formar cosas vivas en la Tierra, son exactamente los mismos átomos
que se niegan a hacerlo en otras partes. Pese a lo que pueda pasar en otras
esferas, en el mundo de la química la vida es fantásticamente prosaica:
carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, un poco de calcio, una pizca de
azufre, un leve espolvoreo de otros elementos muy corrientes (nada que no
pudieses encontrar en cualquier farmacia normal), y eso es todo lo que hace
falta. Lo único especial de los átomos que te componen es que te componen. Ese
es, por supuesto, el milagro de la vida.
Hagan o no los átomos vida en otros rincones del universo,
hacen muchas otras cosas: nada menos que todo lo demás. Sin ellos, no habría
agua ni aire ni rocas ni estrellas y planetas, ni nubes gaseosas lejanas ni
nebulosas giratorias ni ninguna de todas las demás cosas que hacen el universo
tan agradablemente material. Los átomos son tan numerosos y necesarios que
pasamos con facilidad por alto el hecho de que, en realidad, no tienen por qué
existir. No hay ninguna ley que exija que el universo se llene de pequeñas
partículas de materia o que produzcan luz, gravedad y las otras propiedades de
las que depende la existencia. En verdad, no necesita ser un universo. Durante
mucho tiempo no lo fue. No había átomos ni universo para que flotaran en él. No
había nada..., absolutamente nada en ningún sitio.
Así que demos gracias por los átomos. Pero el hecho de que
tengas átomos y que se agrupen de esa manera servicial es sólo parte de lo que
te trajo hasta aquí. Para que estés vivo aquí y ahora, en el siglo XXI, y seas
tan listo como para saberlo, tuviste también que ser beneficiario de una
secuencia excepcional de buena suerte biológica. La supervivencia en laTierra
es un asunto de asombrosa complejidad. De los miles y miles de millones de
especies de cosas vivas que han existido desde el principio del tiempo, la mayoría
(se ha llegado a decir que el 99 por ciento) ya no anda por ahí. Y es que la
vida en este planeta no sólo es breve sino de una endeblez deprimente.
Constituye un curioso rasgo de nuestra existencia que procedamos de un planeta
al que se le da muy bien fomentar la vida, pero al que se le da aún mejor
extinguirla.
Una especie media sólo dura en la Tierra unos cuatro
millones de años, por lo que, si quieres seguir andando por ahí miles de
millones de años, tienes que ser tan inconstante como los átomos que te
componen.
Debes estar dispuesto a cambiarlo todo (forma, tamaño,
color, especie, filiación, todo) y a hacerlo reiteradamente. Esto es mucho más
fácil de decir que de hacer, porque el proceso de cambio es el azar. Pasar del
“glóbulo atómico protoplasmático primordial” –como dice Gilbert O’Sullivan en
su canción– al humano moderno que camina erguido y que razona te ha exigido
adquirir por mutación nuevos rasgos una y otra vez, de la forma precisa y
oportuna, durante un período sumamente largo. Así que, en los últimos 3800
millones de años, has aborrecido a lo largo de varios períodos el oxígeno y
luego lo has adorado, has desarrollado aletas y extremidades y unas garbosas
alas, has puesto huevos, has chasqueado el aire con una lengua bífida, has sido
satinado, peludo, has vivido bajo tierra, en los árboles, has sido tan grande
como un ciervo y tan pequeño como un ratón y un millón de cosas más. Una
desviación mínima de cualquiera de esos imperativos de la evolución y podrías
estar ahora lamiendo algas en las paredes de una cueva, holgazaneando como una
morsa en algún litoral pedregoso o regurgitando aire por un orificio nasal,
situado en la parte superior de la cabeza, antes de sumergirte 18 metros a
buscar un bocado de deliciosos gusanos de arena.
No sólo has sido tan afortunado como para estar vinculado
desde tiempo inmemorial a una línea evolutiva selecta, sino que has sido
también muy afortunado –digamos que milagrosamente– en cuanto a tus ancestros
personales. Considera que, durante 3800 millones de años, un período de tiempo
que nos lleva más allá del nacimiento de las montañas, los ríos y los mares de
la Tierra, cada uno de tus antepasados por ambas ramas ha sido lo
suficientemente atractivo para hallar una pareja, ha estado lo suficientemente
sano para reproducirse y lo han bendecido el destino y las circunstancias lo
suficiente como para vivir el tiempo necesario para hacerlo. Ninguno de tus
respectivos antepasados pereció aplastado, devorado, ahogado, de hambre,
atascado, ni fue herido prematuramente ni desviado de otro modo de su objetivo
vital: entregar una pequeña carga de material genético a la pareja adecuada en
el momento oportuno para perpetuar la única secuencia posible de combinaciones
hereditarias, que pudiese desembocar casual, asombrosa y demasiado brevemente
en ti.
*Fragmento de la introducción del libro “Una breve historia de
casi todo” (Editorial Océano).
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