Un guardia fronterizo, solo en el desierto, ve todos los
días pasar a Nasrudín camino al país vecino con un caballo que porta dos
grandes bolsas. Sospechando un contrabando, lo detiene y le ordena abrir las
bolsas, pero solo encuentra arena.
Al día siguiente vuelve a aparecer Nasrudín, y, más
desconfiado aún, vuelve a ordenarle abrir las alforjas para encontrarse solo
con ramas secas.
Un nuevo día, un nuevo paseo de Nasrudín y ante la
requisitoria del guardia, solo aparece paja en los morrales.
Sigue pasando Nasrudín y la incómoda situación se repite,
semana tras semana, mes tras mes, año tras año.
Hasta que llega el día en que el guardia decide retirarse a
disfrutar en paz de su ancianidad. Ese último día vuelve a pasar Nasrudín, como
siempre llevando de la brida al caballo. Esta vez el guardia vuelve a
detenerlo, pero para confesarle sus sospechas de siempre. Aún más, tan
intrigado está, que le promete a Nasrudín que, si le dice la verdad y esta
verdad era la que temía, lo dejaría marchar en tranquilidad y no lo
denunciaría. Y para su sorpresa, Nasrudín admite que sí, que todos esos años
estuvo contrabandeando debajo de sus narices. Asombrado, entonces el guardia le
pregunta ansioso qué era lo que contrabandeaba ya que él, por mucho empeño que
puso, jamás había podido encontrar nada.
Y Nasrudín le responde:
-Caballos.
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