Habían pasado mucho tiempo preparándose para este instante.
Si bien el viaje hasta este punto se podía considerar rutinario, ahora
comenzaba la fase más arriesgada.
Situó el vehículo como tantas veces había practicado. Era
plenamente consciente de que una entrada demasiado suave les haría perder la
oportunidad, quizás la única, de llevar a cabo su misión; una entrada demasiado
fuerte podría averiar el vehículo hasta el punto de quedar inutilizable. No podía
permitir que algo así ocurriera. Por eso había estado meses estudiando,
ensayando y repitiendo, una y otra vez, cada uno de los movimientos. Sólo así
se podía conseguir la precisión y la pericia necesarias para la maniobra final.
Dirigió una última mirada al cielo, negro, y las
numerosísimas estrellas que lo salpicaban. “Qué belleza”, murmuró. Su compañero
le miró y, sonriendo, dijo: “Estoy listo”.
Tras unos segundos asintió, respiró hondo e inició el movimiento de acercamiento. No veía directamente su objetivo y tenía que controlar la trayectoria usando referencias indirectas y, sobre todo, los indicadores del panel de su vehículo.
Tras unos segundos asintió, respiró hondo e inició el movimiento de acercamiento. No veía directamente su objetivo y tenía que controlar la trayectoria usando referencias indirectas y, sobre todo, los indicadores del panel de su vehículo.
El momento crítico se acercaba. La cuenta atrás que llevaba
mentalmente no le permitió anticipar el repentino salto, el golpe, el ruido
ensordecedor, el sonido de una alarma. El vehículo se había detenido. Rápidos
vistazos a los indicadores y a través de las ventanillas confirmaron que el
alunizaje había sido un éxito.
Ahora solo quedaba coger las joyas de más valor y emprender
la huida.
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