Había una vez un muchacho, bien alto, muy buen mozo. Rico,
muy exigente y mañoso con la comida. Su madre estaba desesperada, pues le
compraban y preparaban las comidas más exquisitas en la casa, pero no le gustaba
nada.
Una noche fue a comer a un restaurante, quería saber si
existía allí algo que le gustara. Se sentó, ordenó varios platos, los probó
pero ninguno le agradó. Los puso a un lado y gritó:
-¡¿Aquí, acaso, no saben
cocinar?!
Entonces, se le acercó un camarero y le dijo:
-Si quieres comer bien, yo te
ayudaré. Sólo espera que termine mi trabajo y me acompañarás. Mi madre cocina
muy, muy bien. Te aseguro que nunca comerás con tanto agrado como en nuestra
casa.
El muchacho que siempre estaba listo para probar nuevas
comidas, aceptó la invitación con muchas ganas. Esperó al mozo hasta que éste
terminara su trabajo. Una vez ya fuera, el muchacho le preguntó al mozo en
dónde vivía y él le contestó que muy cerca del lugar donde estaban.
Empezaron a caminar, a caminar ya caminar, escalaron cerros,
bajaron llanuras. Después de algún tiempo, el muchacho preguntó:
-¿Estamos muy lejos todavía?
El mozo contestó que estaban por llegar.
Continuaron caminando y, luego de dos horas o más llegaron a
la casa de la mamá del mozo. Subieron cuatro pisos y, finalmente, el muchacho
que estaba muy cansado, pudo sentarse al lado de la mesa.
El mozo llamó a su madre y le dijo:
-Por favor trae un poco de la
salsa que sólo tú puedes preparar.
-Con gusto, .. - dijo la madre.
Y se fue a la cocina y trajo una buena cantidad de salsa.
El muchacho se acercó al plato y la comió sin dejar ni una
gota.
Llamó a la mamá, agradeció la comida y le dijo:
-Señora, en toda mi vida, nunca,
comí una salsa tan sabrosa como la suya. ¿Podría servirme un poco más?
El mozo se echó a reír y le respondió al muchacho:
-La salsa es la misma que comiste
en el restaurante, pero tú nunca te habías sentado a la mesa tan cansado y con
tantas ganas de comer como ahora.
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