Mis esperanzas volaron hasta el cielo, y pensé que mis días
malos se habían acabado. Y me quedé aguardando limosnas espontáneas, tesoros
derramados por el polvo.
La carroza se paró a mi lado. Me miraste y bajaste
sonriendo. Sentí que la felicidad de la vida había llegado al fin. Y de pronto,
tú me tendiste tu diestra diciéndome: “¿Puedes darme alguna cosa?”.
¡Qué ocurrencia de tu realeza! ¡Pedirle a un mendigo! Yo
estaba confuso y no sabía qué hacer. Luego saqué despacio de mi saco un granito
de trigo y te lo di.
Pero, qué sorpresa la mía cuando, al vaciar por la tarde mi
saco en el suelo, encontré un granito de oro en la miseria del montón. ¡Qué
amargamente lloré por no haber tenido corazón para dártelo todo!
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