Se acercaba el día del aniversario
de la boda y ella no cesaba de preguntarse qué podía regalar a su marido. Y
además ¿con qué dinero?
Una idea cruzó su mente. Sintió un
escalofrío al pensarlo, pero al decidirse todo su cuerpo se estremeció de gozo:
vendería su pelo para comprarle tabaco.
Ya imaginaba a su hombre en la
plaza, sentado ante sus frutas, dando largas bocanadas a su pipa: aromas de
incienso y de jazmín darían al dueño del puestecillo la solemnidad y prestigio
de un verdadero comerciante.
Sólo obtuvo por su pelo unas
monedas, pero eligió con cuidado el más fino estuche de tabaco. El perfume de
las hojas arrugadas compensaba largamente el sacrificio de su pelo.
Al llegar la tarde regresó el
marido. Venía cantando por el camino. Traía en su mano un pequeño envoltorio:
eran unos peines para su mujer, que acababa de comprar, tras vender la pipa.
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